Vayamundos

lunes, octubre 16, 2006

Excitante Delhi

17 de septiembre 2005


Tras dos horas de viaje de Madrid a Londres con la British Airways y otras ocho de Londres a Delhi, con ‘nepalí’ hispana incluida, llegamos –Pedro, Alicia, Olga, Mariví y yo- al aeropuerto de Delhi. Serían las 23.00 horas, sorprendentemente sólo tres horas y media más que en España, y en el aeropuerto parecía hora punta. Bueno realmente como todas las horas que transcurren en La India. Allí tuvimos que enfrentarnos a nuestro primer, y casi último, contratiempo: faltaba el equipaje de Mariví y de Alicia. Y allí mismo comenzaron a hacerse patente nuestros problemillas con el inglés, que fueron sorteados con gran paciencia por Olga. Del mostrador de reclamaciones fuimos directos a cambiar dinero. 10.200 rupias (200 euros) en un fajo de billetes perfectamente grapados. Después de atravesar la hilera de indios esperando a sus parientes o a los turistas, salimos por fin a la calle. No noté ese olor diferente del que tanto me habían prevenido. Quizás porque iba precisamente muy concienciada de que el olor me iba a causar impresión. De lo que sí me percaté fue del calor, de la humedad y de la polución sofocante, agobiante, irrespirable, que hace de este país de clima tropical un lugar de difícil adaptación. Y eso que era una noche oscura de septiembre.

No hay periodo de aclimatación. Sales del aire acondicionado de la terminal e instantáneamente cambia el mundo. Guiándonos por el sentido común, tomamos dos taxis prepago con dirección al hotel Clark Internacional que habíamos reservado desde España. Y de repente llegó el caos circulatorio. “Allí no se te aparece la virgen; la virgen está presente cada segundo que permaneces en la calle”. El taxi se disparó hacia la ciudad, intentando abrirse paso, con la ayuda inestimable del claxon, entre los autobuses repletos de gente colgada; los camiones con su leyenda ‘haz sonar el claxon’; vehículos modernos y motocicletas (tu-tus), rickshaws e imperturbables y perezosas vacas, carros de bueyes esqueléticos cargados de frutas, de muebles, o carretillas de mano. Hombres y mujeres que cruzan las calles encomendándose a los miles de dioses hindúes para no ser atropellados. Los semáforos son una auténtica quimera, por lo que el ruido se intensifica, superando los decibelios permitidos por cualquier oído sano. Los conductores indios demuestran sin parar cómo aprovechar el espacio. Por dos carriles pueden ir perfectamente cuatro vehículos: dos en cada dirección e incluso tres y uno de frente. Es como enfrentarse al juego infantil de esquivar coches. Paradójicamente no da la sensación de que en la India se circula por la izquierda, parece más bien que tienen un sistema híbrido, porque cada uno elige el camino que más le conviene. Gente durmiendo en los arcenes de la carretera, impertérritos, ajenos al bullicio atronador que provoca el tráfico, a los gases de gasolina a medio quemar, al tufillo de las cocinas ambulantes, al aroma de los cigarrillos bidi.
Veinte kilómetros por avenidas espaciosas y el taxi giró para adentramos en una zona de hoteles. Lo intuimos exclusivamente por los carteles luminosos que ‘adornaban’ los edificios, no porque las oscuras calles denotaran que se trataba de un área turística. El asfalto presentaba socavones incesantes, las casas estaban realmente destrozadas -como si acabara de estallar una bomba sobre cada una de ellas-, los andamios de los edificios formados por palos de madera torcidos y atados con cuerdas, los desperdicios compitiendo por ocupar la calzada y las aceras, los cables de la luz incluso rozando la calle. En definitiva, una ciudad más cercana a la declaración de ruina inminente que a la de capital de un macro país.