Vayamundos

lunes, octubre 16, 2006

La Perla del Taj Mahal

22 de septiembre 2005
Las 9.30 era la hora pactada para salir hacia el Taj Mahal y los cinco estábamos impacientes por atravesar los muros que circundan esa perla blanca. Había que comprobar con nuestros propios ojos por qué es el edificio más famoso de la India y, sobre todo, por qué ese mausoleo inmortaliza para el mundo entero la imagen del amor eterno. Un cuidado y ajardinado camino precede a la puerta del recinto. Tras abonar la entrada (tan sólo 14 euros), las mujeres acceden por una puerta; los hombres por la otra. ¿La razón? Es requisito imprescindible pasar un estricto control de seguridad y dejar allí cualquier objeto, encendedores y bolígrafos incluidos, que pueda poner en peligro la seguridad del emblema de la India.
Como nosotros, muchos eran los turistas indios que se agolpaban para acceder por la puerta principal del recinto, mientras fotógrafos profesionales ofrecían sus servicios. Al acercarse a esa puerta, uno teme que le decepcione la vista, pero no ocurre así. Cuando se traspasa el umbral de los jardines, y se descubre el equilibrio perfecto entre su grandiosidad y su elegancia, las dudas se disipan. Todo se traduce en simetría y eso impresiona, a pesar de que sus dimensiones no son espectaculares.

El jardín que precede a la tumba mide unos 300 metros de anchura y está dominado por un gran estanque central, donde recrearse en el entretenido ejercicio de fotografiar lo que ya miles de turistas han hecho a lo largo de la historia de un edificio construido entre 1632 y 1642. Dudo de que Sha Jahan, cuando lo mandó construir para su esposa favorita Mumtaz Mahal, pensara que su obra iba a ser inmortalizada en tantas ocasiones en papel fotográfico. Y más aún cuando su traicionero hijo le confinó a una cárcel cercana, obligándole a que viera los trabajos de construcción desde una ventana.

Toda esta mezquita funeraria está construida en mármol blanco, por ser el material noble por excelencia, y sobre él resbala la luz. Por eso contemplar este edificio en distintas horas del día es como volver a descubrirlo. Ver sus distintos reflejos, sus distintos matices. Cada hora proporciona una luz. Después de descalzarnos accedimos al interior, donde se encuentran los cenotafios bajo una bóveda de 24 metros de altura. La tumba propiamente dicha está decorada profusamente con inscripciones coránicas, arabescos florales y motivos geométricos conseguidos a base de piedras semipreciosas que un hombre nos iluminó con una pequeña linterna. Lo mismo ocurre con las paredes que abrazan las dos tumbas. Amor, soledad. Cualquier sentimiento te puede inspirar este monumento.

El Tal Mahal se alza sobre un podio cuadrado con un minarete en cada esquina, de espaldas al río Yamura. En uno de sus laterales se alza una mezquita. En el otro lado, el jawab, un edificio sin otra función que la de equilibrar la composición. No las conté, pero creo que estuvimos más de tres horas contemplando esta joya arquitectónica y compartiendo un día con los turistas indios.

Pero la realidad de la India volvió a hacerse patente. A la salida, un grupo de niños nos persiguió con la esperanza de una limosna. En especial lo hizo un niño, de escasos diez años, con la cara totalmente desfigurada y cuya mirada provocaba un cierto rechazo a la vista. Más niños, más vendedores, más conductores de rickshaws, más guías turísticos… más India.

De allí al Fuerte de Agra, el ejemplo mejor preservado entre todas las murallas construidas por los emperadores mongoles. Una dinastía tan odiada por su carácter guerrillero como admirada por sus talentos arquitectónicos. En la misma puerta nos encontramos con la pareja de Valladolid que habíamos conocido en Jaipur y con ellos visitamos el Fuerte, o lo que queda de él. Vimos de cerca esos característicos andamios de palos y cuerdas que ayudan a reformar un edificio en ese país, mientras dejaban ver al fondo la majestuosa imagen del Tal Mahal. Me perdí del grupo y aproveché para contemplar de cerca las ‘monerías’ de los monos subiendo y bajando con gran agilidad por las almenas del fuerte, pero también las miradas penetrantes y las sonrisas amplias y limpias de los indios. Y por qué no a los vendedores de postales que extienden todo el cartulario sin que les preguntes, o te ofrecen cualquier tipo de objeto de decoración.

Reunidos los cinco, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad y descubrimos ya de día su estado. Calles sin asfaltar, callejones inmundos, vacas esqueléticas, búfalos, perros pulgosos, charcos… Pese a ser el lugar más visitado de la India, lo cierto es que Agra sólo tiene eso, el Tal Mahal. Para nuestro recuerdo nos llevamos la imagen de aquella niña de la calle a la que Pedro compró un helado y no sabía qué hacer con él. Sólo su madre fue capaz de enseñarle cómo comerlo. Antes de arrancar el todoterreno vimos como recogía del suelo el helado derramado y volvía a colocarlo en el cucurucho.

Recogimos las mochilas del hotel y nos dirigimos a la estación de trenes. Eran las cinco de la tarde y el tren hacia Varanasi (Benarés) no salía hasta las 20.15, sin embargo la estación distaba 40 kilómetros. Ibamos a vivir nuestra primera experiencia con los trenes y, sobre todo, con sus estaciones. El conductor que nos había trasladado todos estos días nos despidió en el mismo andén y nos dejó ‘en manos’ de dos chicos que no hablaban inglés para que nos informaran de por qué vía llegaría el tren. La estación era vieja, sucia, destartalada. Parecía que nunca, desde que los ingleses abandonaron el país, hubiera sufrido algún tipo de remodelación. En las dos horas de espera muchos fueron los trenes de pasajeros y mercancías que pasaron por delante de nuestros ojos. Y siempre la misma historia. Puestos callejeros de comida preparada en el acto que corrían de un andén a otro en busca de un hambriento viajero. Cuencos de barro, antes llenos de té y ahora, estrellados contra el suelo; mujeres con sus hijos en el regazo pidiendo un puñado de rupias; niños con sus gestos aprendidos solicitando una limosna, una bolsa de patatas o una botella de coca-cola; cualquier cosa para recordarte que pasan hambre. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo sobre esterillas que al caer la noche se convertirían en sus ‘colchones’. Desperdicios, y muchos, abandonados en cualquier lugar. Trenes abarrotados de indios de distintas castas, separados de forma distintiva por clases.

Ya en la estación tuvimos el primer ‘contacto’ con la muerte. Por el andén de enfrente pasaban cuatro hombres con una camilla, transportando el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario. No sería el último que viéramos y, mucho menos, en Varanasi.

Las horas pasaron sin darnos cuenta junto a los urinarios y bajo el ruido incesante de los pájaros y el zumbido de los mosquitos que se arremolinaban sobre nuestras cabezas. Los constantes apagones que sufrimos nos llevaron a extremar la atención sobre nuestras mochilas, aunque no era necesario. Se respiraba allí, como en cualquier otro rincón de la India, un impropio espíritu de seguridad en un país donde la pobreza se llama miseria. De eso se encarga la religión. Los hinduistas creen en la reencarnación y, por ello, intentan ser buenas personas para ascender de casta en su próxima vida.

La megafonía anunciaba la llegada de nuestro tren Poorva y los chicos que se habían quedado a nuestro cargo nos indicaron que el andén había cambiado y que venía con un sorprendente adelanto. Ya en el interior, y acomodadas nuestras mochilas bajo los asientos de las literas, convencimos al revisor para que nos cambiara de asiento y nos permitiera reunirnos en un mismo compartimento. Lo logramos. El tren iba medio vacío y era fácil acceder a nuestras peticiones. Ibamos en segunda clase y, pese a no corresponderse a la calidad de un tren europeo, no podíamos quejarnos. Bueno, si exceptuamos la ‘limpieza’ de las sábanas y mantas, el olor de los servicios y las pequeñas cucarachas que mantuvieron en vilo a Pedro, el tren estaba bastante aceptable.

Mi capacidad para dormir en cualquier sitio me permitió disfrutar de un sueño reparador. Por delante tenía ocho horas. Este descanso sólo se vio interrumpido por la inquietud que me había ocasionado el cambio de planes que yo misma propuse. Quería llegar cuanto antes a Calcuta y estaba dispuesta a renunciar a Katmandú. Deseaba poner nombre a todos esos rostros de gente que me estaban impresionando y con los que no podía hablar. La visita a monumentos se me estaba quedando demasiado corta y creía que era momento de ponerse manos a la obra y emprender el verdadero objetivo del viaje: ayudar en la medida de mis posibilidades. Mariví encajó bastante bien la modificación de nuestro itinerario.

Camino de Agra

21 de septiembre 2005

Nos esperaba un nuevo viaje por carretera de unas seis horas. Esta vez en dirección a Agra. Los ‘maleteros’ depositaron, sin que nos dejaran ayudarles, nuestras mochilas en el techo del todoterreno, y emprendimos el viaje sobre las nueve de la mañana después de despedirnos de los recepcionistas.

Por delante, una carretera repleta de vehículos de cualquier tracción. Sería la última vez que adelantásemos a camellos y eso merecía una fotografía. Camiones decorados con coloridos motivos; vacas, búfalos y cabras por todos lados; coches lujosos junto a coches destartalados… Nuevamente el mismo panorama de caos, con vehículos que sin ningún reparo adelantan ajenos al peligro. Una moto sortea a una vaca, un camión hace lo propio con los anteriores, y nosotros, en nuestro todoterreno, hacemos lo mismo con la vaca, la moto y el camión. Verlo para creerlo. Pero esta vez lo hacían sobre una carretera que perdía el asfalto con demasiada frecuencia. Y eso que se trata de una vía muy transitada. Los constantes baches impedían caer en un reparador sueño, pero nos posibilitaban contemplar todas esas imágenes que han quedado grabadas en mi retina y, por qué no, en mi cámara de fotos. Como la de un camión cargado en su parte posterior de niños en dirección a la escuela, o la de una familia descansando al pie de la carretera en pleno campo.

Queríamos comer comida india y el conductor se detuvo en un restaurante de carretera. Era cutre, pero el menú era muy sabroso. A las pocas horas llegamos a Agra, el tercer vértice del triángulo turístico formado también por Delhi y Jaipur. Nos dejó en el Hotel Amar. El estado de la recepción no nos permitía hacernos una idea de lo confortable que resultaban las habitaciones. Estaban de obras, pero el quinto piso, el nuestro, estaba perfectamente remozado. Alicia, Mariví y yo bajamos a ver la piscina y convencimos al resto para darnos un baño en aquel agua climatizada, con tobogán incluido.

Ya de noche nos dirigimos en dos tu-tus al bazar de Agra a siete kilómetros, ante la insistencia de que la ciudad resultaba un tanto peligrosa. La primera imagen era la de mayor modernidad y limpieza, con tiendas más cuidadas. Sin embargo, era un espejismo. La pobreza sólo estaba a la vuelta de la esquina. Era cuestión exclusivamente de abandonar la calle principal. Un niño, sin extremidades inferiores, se valía de un monopatín para desplazarse en su intento por vender globos. Y que triste estaba. Igual actividad que tenían otros muchos niños que paseaban por las calles con escasa iluminación.

No nos atrevíamos aún a comer en ningún puesto callejero ante las dudas que nos provocaban la suciedad del lugar y, sobre todo, por el picante de su comida. Así que decidimos entrar en una cafetería al estilo occidental, donde al final cenamos. Y de vuelta al hotel, a hacer somero recuento de nuestras sensaciones y emociones. Alicia y yo compartimos charla nocturna.

Jaipur, ciudad de señores

20 de septiembre 2005
Eran las siete de la mañana y, pese al sueño, disfruté y mucho. Lo mismo que del desayuno en uno de los comedores decorados al estilo moghul. A las 9.30 horas ya nos esperaba nuestro conductor para llevarnos al Fuerte de Amber. El especial colorido que brindan a la ciudad los edificios de piedra rosa, no empañan el de los saris rosas, pero también naranjas, amarillos, rojos, azules turquesas, de sus lindas mujeres.

Atravesamos por muchas de las calles que ya habíamos cruzado por la noche y allí estaba, a 11 kilómetros al Norte y sobre una cresta, Amber y su fortaleza encaramada sobre las montañas circundantes. El conductor nos subió por un camino muy empinado y nos depositó a los pies del fuerte, a pesar de nuestra insistencia para que nos dejara abajo y poder ascender en elefante. Nos dio igual. Tras caminar unos pasos, entramos en el complejo del palacio. Los elefantes, con sus trompas pintadas con vivos colores, esperaban a los turistas para hacer el camino de descenso. Sin embargo, la peligrosidad de estos animales hacía imposible desobedecer las órdenes de alejarnos que nos daban sus dueños (días antes uno de ellos había matado a su domador).

Las explicaciones de uno de los guías, que se comunicaba en un español de difícil comprensión, no me convencieron, así que decidí caminar por mi cuenta y dejar que los edificios me sorprendieran. Una foto a un nutrido grupo de mujeres indias me hizo revivir una situación que conocí en las comunidades indígenas mexicanas: su sorpresa por verse retratadas por una cámara y sus risas entrecortadas al reconocerse. También tuve tiempo de hablar con dos chavales que conocían el castellano a base de charlar con los turistas.

Tras escuchar tocar a un ciego y de ver cómo barren las mujeres, descendimos con el todoterreno hasta el lugar donde esperaban los elefantes para recorrer el camino de ascenso. Olga y Pedro, Mariví, Alicia y yo, en dos elefantes decorados.

Un vendedor de ghanesas (la diosa de la buena suerte con cabeza de elefante, hija de Siva y Parvati) nos acompañó todo el camino, intentando que adquiriéramos uno de sus objetos de sándalo. Y como quien la sigue la consigue, al final Alicia sucumbió y compró una de ellas.

La siguiente parada sería la City Palace. Un alto en el camino para contemplar desde la orilla el Palacio del Agua, un edificio que como su nombre indica se encuentra en medio de un lago artificial. Y ya llegamos a la ‘Versalles de la India’, una ciudad dentro de la ciudad, de estilo rajputa y mogol, donde aún reside la familia de un maharajá. De un cuidado color rosáceo, alberga un museo textil, instrumentos musicales y demás objetos utilizados en la vida de la corte. Una visita tan bonita como relajante.

En las inmediaciones de la City Palace se encuentra el Jantar Mantar, un observatorio astronómico de principios del siglo XVIII, mandado construir por Jai Singh II, arquitecto, esteta, matemático, mecenas y el primer astrónomo indio en confiar más en la ciencia y la observación directa de los astros que en las leyendas fantásticas de los Vedas. Destaca el Samrat Yantra, un enorme meridiano de unos 30 metros de altura, que proyecta su sombra sobre un cuadrante de piedra graduado en horas y minutos. Tuve que conformarme con verlo desde fuera. El calor húmedo y pegajoso impedía pensar y desanimó al resto de la expedición.

Por fin llegamos al emblema de Jaipur: la fachada del Templo de los Vientos, un gigantesco velo para las mujeres de la corte, desde el que ver sin ser vistas. Tras la fachada, rosa y con 953 ventanas y miradores cubiertos de finas celosías, sólo se encuentra el vacío. Era el único escaparate para que las secuestradas mujeres del maharajá pudieran contemplar el mundo exterior, los desfiles, sin que el mundo exterior las viera a ellas. Hoy el desfile, en cambio, es un incesante paso de bicicletas, taxis, carretas tiradas por pausados camellos, y de hombres y mujeres a la ‘caza’ de un turista.

Nos despedimos del conductor para poder disfrutar de la ciudad a nuestro ritmo y atender exclusivamente nuestros deseos. Caminamos hacia su entrada, después de recrearnos durante segundos en la fachada rosa de cinco plantas que se estrechan hacia lo alto en varios órdenes. Queríamos contemplar de cerca qué sensación podían tener esas mujeres obligadas a permanecer ocultas. Las explicaciones de Yogui, en un casi perfecto castellano, nos permitió hacernos una idea de cómo se sentían, mientras subíamos y bajábamos por los escalones y rampas del pequeño palacio.

Ya en la calle nos sumergimos en el bullicio de sus bazares, poblados de mercaderes y charlatanes embaucadores deseosos de que un turista fuera a parar a su minúsculo negocio. A cada paso, un nuevo comerciante ofreciendo phasminas, sedas, joyas, panhavis o cualquier otro objeto decorativo. Recorrer los continuos bazares de Jaipur constituye una experiencia inolvidable, aunque no se compre nada. Son divertidos, coloridos y alegremente caóticos. Comprobamos una vez más que los indios se dirigen exclusivamente a los hombres y son a ellos a quienes les hacen caso. Pedro volvió a ser nuestro maharajá y el que nos ‘espantaba’ a vendedores demasiado insistentes.

Decidimos comer, por indicación de un chaval indio, en un restaurante. Le invitamos a que nos acompañara durante la comida porque, como él aseguró, quería aprender castellano. Tras una distendida comida acompañamos al niño hasta su casa, donde su padre pulía piedras preciosas. Una minúscula habitación en la que viven y duermen tres personas y una más minúscula cocina componía la vivienda. Jade, malaquita, zafiro… un sin fin de piedras reconvertidas en pendientes, pulseras y collares de diseños lamentablemente anticuados. Con un trocito de malaquita en la mano, descendimos por las escaleras mugrientas y húmedas del portal de una casa que reclamaba a gritos una remodelación urgente.

Mariví y yo decidimos disfrutar de la calle y dejarnos seducir por el olor de las flores y del sándalo, por las sonrisas de los indios, por sus miradas, por su imposible idioma, pero también por el tumulto, el ruido, la contaminación, la confusión del tráfico, de los incontables negocios de todo tipo, de los incansables conductores de rickshaws (taxis bicis) o de tu-tus (taxis motos), dispuestos a esperar durante horas a un turista por un puñado de rupias. El resto optó por irse al hotel a descansar.

Atraídas por una camisa preciosa, entramos en una tienda, nos sentamos en el suelo y esperamos a que nos enseñara, a su ritmo, lo que le habíamos pedido. No había forma de que dejara de sacar más género, a pesar de que le habíamos dejado claro que tan sólo queríamos una camisa. Al final, hice la primera compra en la India. El precio es para nuestros bolsillos tan barato que resulta toda una tentación. Unos pasos más adelante, sin casi darnos cuenta, nos volvimos a ver en una nueva tienda. Pero en esta ocasión sólo conversamos con un grupo de chicos que parecían estar encantados con nuestra presencia.
Y de nuevo la pena de que el tiempo pase tan deprisa y que la noche nos sorprenda tan pronto. Ya eran las ocho de la tarde y había que ir pensando en cenar. Queríamos ir en rickshaw (taxi bicicleta) al hotel, pero nadie parecía conocer el lugar exacto donde se encontraba el Shahpura House. Un hombre de apariencia muy mayor y de cuerpo demasiado enjuto para soportar el peso de un viajero se ofreció a llevarnos. Y a pesar de no estar seguro de dónde se hallaba el hotel se comprometió, ante nosotras y ante un hombre que le recriminaba algo en hindi que no entendimos, a que si no lo descubría no nos cobraba la carrera. Mariví subió al ‘carricoche’ del hombre mayor. Yo lo hice en el de un hombre más joven. Entre vacas que se cruzaban en medio de la calzada, taxis que pitaban para sortear ‘obstáculos’ y motos con hasta cinco personas –el conductor y su mujer y entre ambos cuatro niños pequeños- que adelantaban por cualquier lugar, el rickshaw avanzaba lentamente con el esfuerzo de cada una de sus pedaladas. Incomprensible, ¿cómo son capaces los taxistas de pitar a un hombre que arrastra un rickshaw o, peor aún, una carretilla cargada de maderas que a duras penas se mueve? Nadie parece inmutarse. Nadie pierde los nervios ante tanto pitido. De nuevo, incomprensible.
Los dos conductores, entre risas y comparaciones con Induráin, iban buscando el lugar exacto del hotel, con bastante poco éxito. Durante media hora recorrieron calles y más calles en su búsqueda hasta que, al final, lo lograron. Menos mal, porque mi viaje había pasado de convertirse en una aventura novedosa a una pequeña pesadilla. Me sentía muy incómoda por el esfuerzo que le causaba al conductor pasar por esas calles sin asfaltar y con socavones constantes, intentando no chocar contra ninguno de los obstáculos móviles que se abalanzaban hacia nosotros. Lástima que su inglés no sea muy bueno y que el nuestro tampoco lo sea. La difícil comunicación me impidió en demasiadas ocasiones conocer sus sentimientos, sus esperanzas de vida, de futuro. Este fue uno de los primeros momentos en los que lamenté, y mucho, que el idioma nos separara aún más.

Ya en el hotel, y tras enviar unos rápidos e-mail y un más rápido baño en la piscina, disfrutamos de la cena en el jardín y de una mínima conversación con el recepcionista. La luz de la luna me sirvió de compañera durante las dos horas que estuve escribiendo para plasmar todas las emociones que hasta el momento había sentido. Pero eran las dos de la mañana y había que dormir.

Jaipur como un marajá

19 de septiembre 2005

Como ciudad de paso que es, Delhi ofrece un sin fin de agencias donde hacer los preparativos para continuar el viaje, reservas de ferrocarril y de alojamiento, alquiler de coches... Y así lo hicimos. Por 135 euros logramos un paquete que incluía cinco noches de hotel –dos en Jaipur, una en Agra y dos en Varanasi-, un chófer a nuestra disposición y el tren de Agra a Varanasi. Nos pareció una ganga.

Salimos de Delhi hacia Jaipur pasadas las 13.30 horas porque el chófer estaba retenido en uno de los incontables atascos. La salida de la ciudad fue caótica. Pitidos, carreteras en obras por la construcción del prometido metro, coches por dirección prohibida, vehículos parados en medio de la vía, camiones que cruzan la carretera sin mirar… El conductor se sonreía cada vez que uno de nosotros no podía resistir la sorpresa y, por qué no, el pavor que le causaba el desorden de una conducción temeraria. Pero, como comprobaríamos en cada uno de nuestros desplazamientos, nunca pasa nada. Ellos entienden así el orden.

A los pocos kilómetros de Delhi se alzó una zona de negocios con sus rascacielos tradicionales compartiendo espacio con hileras de chabolas y construcciones de dudoso lujo. Unas edificaciones que no nos abandonarían en prácticamente ningún momento del viaje. Y es que la superpoblación en la que está sumida la India se deja ver en cada rincón, en cada mirada que lances.

Llegó la hora de comer y, pese a nuestra insistencia, el conductor se salió con la suya. La gracia es que comimos en una sala de conferencias, no en un restaurante. Sus intentos de que pareciera improvisado no surtieron efecto. Y entre risas y pequeños enfados allí estábamos los seis, degustando un arroz al curry y chapati, junto a una grabadora, un proyector de diapositivas y una gran pantalla. Terminada la comida, proseguimos viaje con dirección a Jaipur.

De nuevo en el caos, vimos el primer cartel anunciador de un restaurante que obstaculizaba uno de los dos carriles, vacas en los arcenes e incluso camellos esqueléticos tirando de pesados troncos de madera. Y, de nuevo, pobres construcciones a ambos lados de la calzada y gente andando en todas direcciones.

Con este panorama llegamos de noche, a eso de las 20.00 horas, a Jaipur, la capital del rajastán, la tierra de los señores. La entrada por las primeras calles dejó claro que el sonido de los claxon también nos iba a acompañar durante toda nuestra estancia. Era noche cerrada y las luces de los coches nos permitieron ver el por qué lleva el sobrenombre de ‘ciudad rosa’. Atravesamos, junto a otros muchos vehículos, por puertas y más puertas iluminadas y decoradas que daban entrada a la ciudad medieval y dividían los distintos barrios. Sorprendía el carácter rectilíneo de sus calles, tanto como el bullicio de sus gentes, de sus bazares a pleno funcionamiento, de las flojera de las vacas, del exceso de taxis, bicicletas, rickshaw, carretillas de mano… que compiten por encontrar una oportunidad para abrirse paso.
Con todo ese desorden llegamos al hotel Shahpura House, un edificio de un antiguo maharajá, hermoso por sus formas y por su decoración, pero aún más por la paz que se respiraba en cada una de sus dependencias. No recuerdo haber estado, hasta el momento, en un hotel más bonito que éste. Y había que aprovecharlo, igual que de la habitación con su cama de dos por dos, su dosel y sus dos terracitas. Los numerosos trabajadores del hotel, ataviados con los trajes típicos del rajastán de color blanco y gorrito rojo, hicieron que nuestra estancia fuera aún más confortable. Recorrimos los amplios salones, subimos y bajamos. Había que verlo todo.

Pero la calle nos esperaba. Estábamos en la India y era hora de integrarse en su vida, de impregnarse de su espíritu. Tomamos los cinco un taxi y pisamos por primera vez Jaipur. Un grupo de mujeres, con sus hijos bajo el brazo, nos ‘cosió’ con sus súplicas de una moneda que llevarse al bolsillo. Sus peticiones eran insistentes, diría yo que agobiantes. Pese a las negativas, las mujeres seguían cada uno de nuestros pasos. Son auténticas expertas en conmover los sentimientos de los turistas y, como eran las primeras pedigüeñas que nos encontramos, había que resistir la tentación y, con la máxima educación, decir un no. Eso sí, unos lo logramos mejor que otros. Aunque suene raro desde aquí, estoy convencida de que una limosna no soluciona la vida de nadie, simplemente prolonga una situación que quizá debiera cambiar por su futuro y, sobre todo, por el de sus hijos.

Caminamos por una de las calles, atravesamos algunos cruces con miedo a ser atropellados y por debajo de una de las incontables puertas que rodean a la ciudad. Una vaca con pintas negras acaparó nuestra atención. Y allí, de espaldas, me cogió desprevenida la primera imagen de gran impacto: una familia entera, con un bebé de semanas y otros dos niños de corta edad, tumbada en el asfalto sobre cartones, a la espera de iniciar otra noche, otra noche más, en la calle, bajo los focos de una puerta iluminada. Una imagen que, no por ser nueva en la India, me dejó de sobrecoger. Pertenecen al último escalón de las castas. La Constitución india ha intentado sin éxito erradicar el antiguo sistema de castas que ha negado durante siglos la oportunidad de avanzar socialmente al estrato más bajo del sistema, a los intocables. Yo equivocadamente pensaba que el número de ‘parias’ en la India era menor, pero realmente supera cualquier baremo comprensible.

Jaipur es un lugar turístico, si bien los problemas inherentes a toda la India están presentes en cada ángulo, en cada escondrijo e incluso en cada semáforo. Qué paradoja. Nosotros en un hotel tan lujoso mientras miles de indios tienen la calle como único hogar. Pero no era momento de sentirse culpable por haber tenido la ‘suerte’ de nacer en un país occidental. Once meses de trabajo y muchos más de ahorro nos permiten conocer una realidad que te llega y que te hacer sentir un auténtico privilegiado, al menos en lo material.

Las tiendas habían echado el cerrojo, el bullicio había bajado de intensidad, y el hecho de que la noche fuera tan cerrada nos llevó a buscar un restaurante abierto para cenar. Curiosamente en el interior de la pizzería conocimos a Angel y a Raquel, una pareja de Valladolid, con la que compartimos varios momentos en Jaipur. Dos tu-tus, los primeros que cogíamos, nos llevaron al hotel después de concertar, con alguna dificultad, el precio de la carrera. Ya en la habitación, Olga y yo tuvimos tiempo hasta las tres de la mañana de compartir nuestras primeras impresiones de un país que seguía provocándome asombro.

Rastreando Delhi

18 de septiembre 2005

Te despiertas en Delhi por la mañana y sientes que no puedes enfrentarte a todo aquello. Todo es un auténtico impacto, pero también un hechizo.


El ruido de los cascos de animales, el caos, la gente que se te viene encima, las vacas, cerdos, cabras…, que se cruzan en tu camino. Delhi es la primera toma de contacto del turista con la compleja realidad de una gran ciudad del subcontinente indio. A veces resulta traumático. El tráfico congestionado y caótico, la persistente insistencia de los vendedores callejeros de toda clase de servicios (taxis, rickshaw, cambio de moneda, visitas organizadas, comerciantes), es el peaje que hay que pagar, una especie de ‘iniciación’ para adentrarse en este país. La primera impresión desconcierta. Acostumbrada a cascos históricos y zonas peatonales de fácil acceso, Delhi nada tiene que ver. Una ciudad con cerca de 10 millones de habitantes, no demasiado apasionante, pero que había que descubrir.

Una vez hecho acopio de fuerzas en el propio hotel (un rico desayuno a base de tortillas elaboradas en el acto) y contemplada la primera imagen de nuestra zona desde la terraza, un agente de viajes ya permanecía en recepción esperando para ofrecernos todas las posibilidades que existen en este país. Nunca hay problemas en la India (‘no problem’), todo es posible en la India. De eso se encarga la gente.

Poner los pies en la calle supuso la primera toma de contacto con la realidad. No en vano, es en la calle donde se desarrolla la vida, una vida que estalla por todas partes. Y hay que poner los pies con la misma precaución con la que te introduces en un baño de agua hirviendo: con miedo a quemarte. El calor pegajoso y el continuo ir y venir de gente, de vehículos de cualquier tracción, no ayudaba demasiado. Me sentía impactada. Y por primera vez una pregunta: ¿Por qué la India fascina? Necesitaba un par de trucos que me ayudasen a enfrentarme a todo aquello. Y creo que la clave es tomártelo con calma, mucha calma, tranquilizarte e intentar no juzgar todo lo que te rodea con ojos europeos. Tomarte el tiempo necesario para comenzar a apreciar la belleza de las cosas, ya que si tu estado anímico no acompaña serás incapaz de hacer justicia a la gente de la India. En aquel lugar es preciso bajar desde nuestro civilizado pedestal hasta donde están los indios para retratar su mirada, una mirada que siempre pregunta. Y, sobre todo, dejar que entre por tus ojos aquello que fascina, que impacta, que envuelve.

El primer día en Delhi se abría ante nosotros y había que contener las emociones para poder disfrutar. En la Indian Tribal Tours nos organizaron la primera visita. Alquilamos un coche con chófer durante cinco horas por 1.500 rupias (30 euros). Todo era nuevo para nuestras retinas. Cualquier detalle era festejado porque la capacidad de sorpresa no tiene límite en este país.

La primera parada fue la Puerta de la India, un arco del triunfo en piedra blanca y de 40 metros de altura, proyectada a imitación del de París. Los jardines, perfectamente cuidados y apetecibles, eran ocupados por familias indias que pasaban el domingo al aire libre. Descubrimos los mejores saris de esas mujeres de clase media o alta, confeccionados con telas envidiables de vivos colores. Ese mismo color que da imagen a La India. Vendedores de flautas, de artesanía, de globos…, hombres que intentaban que te hicieras una fotografía con uno de los cientos de monos que acampan libremente por este país; niños que disfrutaban de un reparador baño en un estanque poco apetecible a ojos occidentales; motocarros ‘invitándote’ a dar una vuelta por las calles de la macro urbe, primeros arrumacos de jóvenes parejas… El jolgorio, el bullicio y, por qué no, los primeros nervios para cruzar una calle repleta de vehículos en todas las direcciones, sin ningún control, respirando profundamente sus viejos tubos de escape en cada una de las aspiraciones. Y es que estoy convencida de que la contaminación ‘se inventó’ en La India. En ningún otro lugar se siente igual, ni siquiera en Distrito Federal, por mucho que se empeñen en decir que es la ciudad más contaminada del mundo.
De nuevo en el todoterreno alquilado, volvimos a pasar por calles repletas de gentío en dirección a la Tumba de Gandhi, una amplia zona verde conocida como Raj Ghat. Un sobrio monumento en el punto donde se celebró la cremación de Gandhi, ocupado por un bloque de piedra negra con una inscripción de las últimas palabras del Mahatma al caer mortalmente herido por un hinduista fanático: ‘He Ram! (¡Oh, Dios!). Una llama perpetua y las flores depositadas a diario por muchos visitantes mantienen vivo el recuerdo del padre fundador de la nación india. Son un grupo de mujeres a las puertas las encargadas de vender esas flores de tonos rosas, naranjas, amarillos. Era día de descanso y las familias indias habían decidido rendir homenaje a su héroe.

De allí, al Fuerte Rojo –Lai Quila-. Su nombre se debe a que el edificio fue construido en arenisca roja, el material típico de la época moghul. El Fuerte está próximo al río Yamura que, en su origen, alimentaba el foso alrededor de la muralla de 2,5 kilómetros y más de 30 metros de altura del lado que da a la ciudad. Una vista a los alrededores y de nuevo al todoterreno en dirección a la Jami Masjid, la mayor mezquita de la India. Eso sí, después de deshacernos de un chaval empeñado en que compráramos nosotras una barba negra muy poblada.

Pero antes de llegar al monumento principal había que atravesar el mercado de Meena Bazar, un bazar distintivamente islámico, de tiendas arracimadas alrededor de la mezquita, lleno de ropa, utensilios de uso doméstico y perfumes de todo tipo. Primero el bazar de las piezas de recambio para automóviles, las tiendas con pescado y con carne colgada ajena a los microbios, y más tarde puestos con frutas coloridas.
El viajero debe también sortear el mercado de aves metidas en estrechas jaulas de madera, vendidas y sacrificadas en el acto. O cabezas de cabra recién cortadas y expuestas en mugrientos cubos. El color rojizo del suelo da muestra de la sanguinaria estampa. Si se soportan los olores penetrantes, putrefactos, nauseabundos (lástima que no se pueda guardar una pequeña muestra) y las multitudes, el ruido ensordecedor que proviene de todos y cada uno de los claxon de los millones de vehículos, quizá se disfrute del escenario. Si no, corres el riesgo de sentir auténticas nauseas.


Ascendimos las primeras escaleras entre manos pedigüeñas y rostros suplicantes, pero ni una sola palabra. La mezquita se encuentra en una pequeña elevación que permite contemplar el ajetreo de las calles, los edificios de dudosa seguridad, y al fondo el Fuerte Rojo. Amplias escalinatas de arenisca roja acceden a las tres puertas de entrada del edificio, que se construyó para proclamar el triunfo del Islam (un 12% de los indios son musulmanes). Depositar en consigna los zapatos y ataviarse de forma decorosa es requisito imprescindible, como también lo es pagar por introducir una cámara fotográfica (por todo ello 500 rupias). El gran patio interior tiene unos 100 metros de lado y llega a albergar hasta 25.000 fieles. El pavimento es de arenisca roja, dividida en rectángulos para indicar a los fieles la posición correcta durante la oración. La cisterna de agua del centro permite las abluciones rituales. Había cientos de musulmanes y de curiosos sentados en los muros de alrededor, pero pocos paseando por el gran patio.

Entramos en la grandiosa sala de oración -la primera activa que yo visitaba nunca- por debajo de uno de los once arcos simétricos. La primera sensación: el contraste del color rojizo de la fachada con el claroscuro del mármol. Los hombres eran los únicos que oraban frente al muro, las mujeres permanecían en el exterior. Otros tan sólo estaban tumbados en los aledaños meditando o simplemente durmiendo, mientras un grupo de niños correteaba por todos los lados ajenos al lugar sagrado.

En los ángulos del edificio se alzan dos majestuosos alminares. Pero un problemilla. Sólo se puede subir al del Sur si vas acompañado por un hombre (él lo hace gratis, las mujeres abonan ‘religiosamente’). Primeras risas y primera vez que nos dimos cuenta del mundo tan machista en el que nos estábamos introduciendo. Comenzamos a llamar a Pedro maharajá y no nos faltaba razón, tal y como fue discurriendo el viaje y la impresión que causaba el que un hombre fuera acompañado por cuatro mujeres. Obviamente nos lo tomamos con mucho humor.
Descendimos rápidamente por la agobiante y entroncada escalinata después de echar un rápido vistazo a las calles coloridas de Delhi y a sus edificios a punto de ser declarados en ruina. Descendimos tan rápido como nos permitió el incesante subir y bajar de personas al minúsculo y claustrofóbico habitáculo. Y de nuevo, al mercado maloliente y pegajoso. Pese a todo, la mirada penetrante de la gente con la que te cruzas impacta. No apartan la vista de tus ojos, te siguen hasta que sales de su punto de visión, quizá hasta que se les cruza otro rostro. Eso hace que con demasiada frecuencia tengas que ser tú quien mire hacia otro lado, porque su mirada, en ocasiones, daña. Son tantas las personas que mal sobreviven en la India que duele.

Una vez sorteados los tractores, motos, bicis, taxis, coches, camiones, que impiden circular por la calle con tranquilidad y detenerte a contemplar y retener imágenes y momentos, llegamos a la hora acordada al parking donde nos esperaba nuestro taxista para llevarnos a comer a, como es habitual en este tipo de viajes, donde él propuso. Pollo al tandoori, arroz con verduras y chapati –pan sin levadura hecho con harina integral y cocido-. Realmente exquisito y abundante, aunque algo ‘expensive’. Tocamos a seis euros por cabeza y eso en la India es bastante elevado. Tuvimos que buscar dentro del restaurante la zona de fumadores, ya que paradójicamente en un país donde la polución supera cualquier baremo soportable, está prohibido fumar en casi todos los lugares públicos. De eso dan buena cuenta los indios, que te recriminan cuando te observan encender un cigarrillo por ejemplo en una estación de trenes al aire libre. ¿A caso hace más daño el humo de un cigarro que el de miles, millones diría yo, de coches expulsando gases sin parar?

Para culminar nuestra estancia en Delhi nos dirigimos al Bahai Temple, una extraordinaria prueba de la arquitectura moderna. Hecho con la forma de un loto blanco, formado por 27 pétalos gigantes de 30 metros de altura, representa la fe baha'i, que es una religión mundial independiente, científico en su método y humanitario en sus principios. Se fundó en 1863 con la idea de que fuera una religión universal, síntesis y culminación de todas las existentes. Pasamos por el lateral de uno de los nueve estanques que bordean el templo y ascendimos descalzos a su interior, como también lo hacía un grupo de mujeres mutiladas. Allí sólo silencio y paz. Asistimos desde los bancos de mármol en un silencio absoluto a una especie de pequeña ceremonia con cánticos incluidos. Al concluir este breve acto, parecía que estábamos en plena Pasarela Cibeles porque por delante de nosotros desfilaban cientos de mujeres con impresionantes telas y coloridos saris. La India es color.
El sol cae en la India nada más dar las cinco en el reloj y eso nos permitió tener una visión muy distinta del Bahai Temple, mientras los últimos rayos se escondían en el horizonte. Unos pasos más allá, un chaval, como muchos en ese país, balbuceaba sus primeras palabras en español, y en el otro extremo dos indios nos pedían que posásemos en su fotografía. A fin de cuentas les resultamos igual de ‘exóticos’ de lo que ellos nos parecen a nosotros, por lo que no fueron pocos los momentos en los que salimos retratados en sus analógicas cámaras de fotos.

Durante casi una hora sorteamos todo tipo de vehículos hasta llegar al hotel. A su espalda se ‘escondía’ una calle repleta de tiendecillas de tamaño reducido y de puestos callejeros donde adquirir todo tipo de objetos de primera necesidad y otros demasiado rebuscados. Una cena rápida en una especie de burger de comida india y a dormir, aunque con una agradable sorpresa. A las 3 de la mañana llegaron a recepción las mochilas de Mariví y de Alicia, lo que nos permitía proseguir viaje por la India.

Excitante Delhi

17 de septiembre 2005


Tras dos horas de viaje de Madrid a Londres con la British Airways y otras ocho de Londres a Delhi, con ‘nepalí’ hispana incluida, llegamos –Pedro, Alicia, Olga, Mariví y yo- al aeropuerto de Delhi. Serían las 23.00 horas, sorprendentemente sólo tres horas y media más que en España, y en el aeropuerto parecía hora punta. Bueno realmente como todas las horas que transcurren en La India. Allí tuvimos que enfrentarnos a nuestro primer, y casi último, contratiempo: faltaba el equipaje de Mariví y de Alicia. Y allí mismo comenzaron a hacerse patente nuestros problemillas con el inglés, que fueron sorteados con gran paciencia por Olga. Del mostrador de reclamaciones fuimos directos a cambiar dinero. 10.200 rupias (200 euros) en un fajo de billetes perfectamente grapados. Después de atravesar la hilera de indios esperando a sus parientes o a los turistas, salimos por fin a la calle. No noté ese olor diferente del que tanto me habían prevenido. Quizás porque iba precisamente muy concienciada de que el olor me iba a causar impresión. De lo que sí me percaté fue del calor, de la humedad y de la polución sofocante, agobiante, irrespirable, que hace de este país de clima tropical un lugar de difícil adaptación. Y eso que era una noche oscura de septiembre.

No hay periodo de aclimatación. Sales del aire acondicionado de la terminal e instantáneamente cambia el mundo. Guiándonos por el sentido común, tomamos dos taxis prepago con dirección al hotel Clark Internacional que habíamos reservado desde España. Y de repente llegó el caos circulatorio. “Allí no se te aparece la virgen; la virgen está presente cada segundo que permaneces en la calle”. El taxi se disparó hacia la ciudad, intentando abrirse paso, con la ayuda inestimable del claxon, entre los autobuses repletos de gente colgada; los camiones con su leyenda ‘haz sonar el claxon’; vehículos modernos y motocicletas (tu-tus), rickshaws e imperturbables y perezosas vacas, carros de bueyes esqueléticos cargados de frutas, de muebles, o carretillas de mano. Hombres y mujeres que cruzan las calles encomendándose a los miles de dioses hindúes para no ser atropellados. Los semáforos son una auténtica quimera, por lo que el ruido se intensifica, superando los decibelios permitidos por cualquier oído sano. Los conductores indios demuestran sin parar cómo aprovechar el espacio. Por dos carriles pueden ir perfectamente cuatro vehículos: dos en cada dirección e incluso tres y uno de frente. Es como enfrentarse al juego infantil de esquivar coches. Paradójicamente no da la sensación de que en la India se circula por la izquierda, parece más bien que tienen un sistema híbrido, porque cada uno elige el camino que más le conviene. Gente durmiendo en los arcenes de la carretera, impertérritos, ajenos al bullicio atronador que provoca el tráfico, a los gases de gasolina a medio quemar, al tufillo de las cocinas ambulantes, al aroma de los cigarrillos bidi.
Veinte kilómetros por avenidas espaciosas y el taxi giró para adentramos en una zona de hoteles. Lo intuimos exclusivamente por los carteles luminosos que ‘adornaban’ los edificios, no porque las oscuras calles denotaran que se trataba de un área turística. El asfalto presentaba socavones incesantes, las casas estaban realmente destrozadas -como si acabara de estallar una bomba sobre cada una de ellas-, los andamios de los edificios formados por palos de madera torcidos y atados con cuerdas, los desperdicios compitiendo por ocupar la calzada y las aceras, los cables de la luz incluso rozando la calle. En definitiva, una ciudad más cercana a la declaración de ruina inminente que a la de capital de un macro país.

La India de los seis sentidos

Septiembre-octubre 2005

Viajar en avión es demasiado rápido. En un chasquido de dedos estás allí. Tan pronto en Madrid, tan pronto en Delhi. Tan pronto en el ‘primer mundo’, tan pronto en un mundo totalmente desconocido e impactante. Jamás habría imaginado nada igual. Puedes haber leído seis guías y diez libros, haber visto varias veces el Ghandi de Attenborough, haberte recreado con La Ciudad de la Alegría, o haber escuchado con atención las historias de viajeros anteriores, pero el choque es de órdago, brutal, y coge desarmado al más realista, al más soñador, a cualquiera que no haya pisado nunca antes la India.

Cuántas preguntas, hasta que te das cuenta de que las respuestas dependen exclusivamente de lo que cada uno busque. Los estereotipos que a lo largo de tu vida te has ido confeccionando de La India se agolpan en tu mente y es necesario ordenar la gran cantidad de imágenes que viajan de forma incesante de un lado al otro de tu mente. Pero ¿cómo adaptarme al cambio que supone la fantasía de la realidad? Ante mí se abría un mes para descubrirlo y, ¿por qué ponerse límites?

Bienvenido a La India. A La India de los seis sentidos. La misma que se huele, se mira, se saborea, se oye, se palpa y, sobre todo, se siente. Y ¿se entiende? 28 días en ese fascinante país dan una respuesta somera de lo que es este lugar y sus habitantes. Si te dejas clichés en casa, soportas el pasmo y desconcierto de los primeros días, los rechazos que provocan determinadas imágenes y te dejas embelesar por todo lo que ofrece este subcontinente, ajeno a la multitud, la contaminación sofocante, la lucha desigual de la limpieza urbana contra la suciedad indescriptible y el ruido ensordecedor, te llevas a casa el susurro de una filosofía de vida.

MAR PELAEZ