Vayamundos

lunes, octubre 16, 2006

Jaipur como un marajá

19 de septiembre 2005

Como ciudad de paso que es, Delhi ofrece un sin fin de agencias donde hacer los preparativos para continuar el viaje, reservas de ferrocarril y de alojamiento, alquiler de coches... Y así lo hicimos. Por 135 euros logramos un paquete que incluía cinco noches de hotel –dos en Jaipur, una en Agra y dos en Varanasi-, un chófer a nuestra disposición y el tren de Agra a Varanasi. Nos pareció una ganga.

Salimos de Delhi hacia Jaipur pasadas las 13.30 horas porque el chófer estaba retenido en uno de los incontables atascos. La salida de la ciudad fue caótica. Pitidos, carreteras en obras por la construcción del prometido metro, coches por dirección prohibida, vehículos parados en medio de la vía, camiones que cruzan la carretera sin mirar… El conductor se sonreía cada vez que uno de nosotros no podía resistir la sorpresa y, por qué no, el pavor que le causaba el desorden de una conducción temeraria. Pero, como comprobaríamos en cada uno de nuestros desplazamientos, nunca pasa nada. Ellos entienden así el orden.

A los pocos kilómetros de Delhi se alzó una zona de negocios con sus rascacielos tradicionales compartiendo espacio con hileras de chabolas y construcciones de dudoso lujo. Unas edificaciones que no nos abandonarían en prácticamente ningún momento del viaje. Y es que la superpoblación en la que está sumida la India se deja ver en cada rincón, en cada mirada que lances.

Llegó la hora de comer y, pese a nuestra insistencia, el conductor se salió con la suya. La gracia es que comimos en una sala de conferencias, no en un restaurante. Sus intentos de que pareciera improvisado no surtieron efecto. Y entre risas y pequeños enfados allí estábamos los seis, degustando un arroz al curry y chapati, junto a una grabadora, un proyector de diapositivas y una gran pantalla. Terminada la comida, proseguimos viaje con dirección a Jaipur.

De nuevo en el caos, vimos el primer cartel anunciador de un restaurante que obstaculizaba uno de los dos carriles, vacas en los arcenes e incluso camellos esqueléticos tirando de pesados troncos de madera. Y, de nuevo, pobres construcciones a ambos lados de la calzada y gente andando en todas direcciones.

Con este panorama llegamos de noche, a eso de las 20.00 horas, a Jaipur, la capital del rajastán, la tierra de los señores. La entrada por las primeras calles dejó claro que el sonido de los claxon también nos iba a acompañar durante toda nuestra estancia. Era noche cerrada y las luces de los coches nos permitieron ver el por qué lleva el sobrenombre de ‘ciudad rosa’. Atravesamos, junto a otros muchos vehículos, por puertas y más puertas iluminadas y decoradas que daban entrada a la ciudad medieval y dividían los distintos barrios. Sorprendía el carácter rectilíneo de sus calles, tanto como el bullicio de sus gentes, de sus bazares a pleno funcionamiento, de las flojera de las vacas, del exceso de taxis, bicicletas, rickshaw, carretillas de mano… que compiten por encontrar una oportunidad para abrirse paso.
Con todo ese desorden llegamos al hotel Shahpura House, un edificio de un antiguo maharajá, hermoso por sus formas y por su decoración, pero aún más por la paz que se respiraba en cada una de sus dependencias. No recuerdo haber estado, hasta el momento, en un hotel más bonito que éste. Y había que aprovecharlo, igual que de la habitación con su cama de dos por dos, su dosel y sus dos terracitas. Los numerosos trabajadores del hotel, ataviados con los trajes típicos del rajastán de color blanco y gorrito rojo, hicieron que nuestra estancia fuera aún más confortable. Recorrimos los amplios salones, subimos y bajamos. Había que verlo todo.

Pero la calle nos esperaba. Estábamos en la India y era hora de integrarse en su vida, de impregnarse de su espíritu. Tomamos los cinco un taxi y pisamos por primera vez Jaipur. Un grupo de mujeres, con sus hijos bajo el brazo, nos ‘cosió’ con sus súplicas de una moneda que llevarse al bolsillo. Sus peticiones eran insistentes, diría yo que agobiantes. Pese a las negativas, las mujeres seguían cada uno de nuestros pasos. Son auténticas expertas en conmover los sentimientos de los turistas y, como eran las primeras pedigüeñas que nos encontramos, había que resistir la tentación y, con la máxima educación, decir un no. Eso sí, unos lo logramos mejor que otros. Aunque suene raro desde aquí, estoy convencida de que una limosna no soluciona la vida de nadie, simplemente prolonga una situación que quizá debiera cambiar por su futuro y, sobre todo, por el de sus hijos.

Caminamos por una de las calles, atravesamos algunos cruces con miedo a ser atropellados y por debajo de una de las incontables puertas que rodean a la ciudad. Una vaca con pintas negras acaparó nuestra atención. Y allí, de espaldas, me cogió desprevenida la primera imagen de gran impacto: una familia entera, con un bebé de semanas y otros dos niños de corta edad, tumbada en el asfalto sobre cartones, a la espera de iniciar otra noche, otra noche más, en la calle, bajo los focos de una puerta iluminada. Una imagen que, no por ser nueva en la India, me dejó de sobrecoger. Pertenecen al último escalón de las castas. La Constitución india ha intentado sin éxito erradicar el antiguo sistema de castas que ha negado durante siglos la oportunidad de avanzar socialmente al estrato más bajo del sistema, a los intocables. Yo equivocadamente pensaba que el número de ‘parias’ en la India era menor, pero realmente supera cualquier baremo comprensible.

Jaipur es un lugar turístico, si bien los problemas inherentes a toda la India están presentes en cada ángulo, en cada escondrijo e incluso en cada semáforo. Qué paradoja. Nosotros en un hotel tan lujoso mientras miles de indios tienen la calle como único hogar. Pero no era momento de sentirse culpable por haber tenido la ‘suerte’ de nacer en un país occidental. Once meses de trabajo y muchos más de ahorro nos permiten conocer una realidad que te llega y que te hacer sentir un auténtico privilegiado, al menos en lo material.

Las tiendas habían echado el cerrojo, el bullicio había bajado de intensidad, y el hecho de que la noche fuera tan cerrada nos llevó a buscar un restaurante abierto para cenar. Curiosamente en el interior de la pizzería conocimos a Angel y a Raquel, una pareja de Valladolid, con la que compartimos varios momentos en Jaipur. Dos tu-tus, los primeros que cogíamos, nos llevaron al hotel después de concertar, con alguna dificultad, el precio de la carrera. Ya en la habitación, Olga y yo tuvimos tiempo hasta las tres de la mañana de compartir nuestras primeras impresiones de un país que seguía provocándome asombro.