Vayamundos

lunes, octubre 16, 2006

Jaipur, ciudad de señores

20 de septiembre 2005
Eran las siete de la mañana y, pese al sueño, disfruté y mucho. Lo mismo que del desayuno en uno de los comedores decorados al estilo moghul. A las 9.30 horas ya nos esperaba nuestro conductor para llevarnos al Fuerte de Amber. El especial colorido que brindan a la ciudad los edificios de piedra rosa, no empañan el de los saris rosas, pero también naranjas, amarillos, rojos, azules turquesas, de sus lindas mujeres.

Atravesamos por muchas de las calles que ya habíamos cruzado por la noche y allí estaba, a 11 kilómetros al Norte y sobre una cresta, Amber y su fortaleza encaramada sobre las montañas circundantes. El conductor nos subió por un camino muy empinado y nos depositó a los pies del fuerte, a pesar de nuestra insistencia para que nos dejara abajo y poder ascender en elefante. Nos dio igual. Tras caminar unos pasos, entramos en el complejo del palacio. Los elefantes, con sus trompas pintadas con vivos colores, esperaban a los turistas para hacer el camino de descenso. Sin embargo, la peligrosidad de estos animales hacía imposible desobedecer las órdenes de alejarnos que nos daban sus dueños (días antes uno de ellos había matado a su domador).

Las explicaciones de uno de los guías, que se comunicaba en un español de difícil comprensión, no me convencieron, así que decidí caminar por mi cuenta y dejar que los edificios me sorprendieran. Una foto a un nutrido grupo de mujeres indias me hizo revivir una situación que conocí en las comunidades indígenas mexicanas: su sorpresa por verse retratadas por una cámara y sus risas entrecortadas al reconocerse. También tuve tiempo de hablar con dos chavales que conocían el castellano a base de charlar con los turistas.

Tras escuchar tocar a un ciego y de ver cómo barren las mujeres, descendimos con el todoterreno hasta el lugar donde esperaban los elefantes para recorrer el camino de ascenso. Olga y Pedro, Mariví, Alicia y yo, en dos elefantes decorados.

Un vendedor de ghanesas (la diosa de la buena suerte con cabeza de elefante, hija de Siva y Parvati) nos acompañó todo el camino, intentando que adquiriéramos uno de sus objetos de sándalo. Y como quien la sigue la consigue, al final Alicia sucumbió y compró una de ellas.

La siguiente parada sería la City Palace. Un alto en el camino para contemplar desde la orilla el Palacio del Agua, un edificio que como su nombre indica se encuentra en medio de un lago artificial. Y ya llegamos a la ‘Versalles de la India’, una ciudad dentro de la ciudad, de estilo rajputa y mogol, donde aún reside la familia de un maharajá. De un cuidado color rosáceo, alberga un museo textil, instrumentos musicales y demás objetos utilizados en la vida de la corte. Una visita tan bonita como relajante.

En las inmediaciones de la City Palace se encuentra el Jantar Mantar, un observatorio astronómico de principios del siglo XVIII, mandado construir por Jai Singh II, arquitecto, esteta, matemático, mecenas y el primer astrónomo indio en confiar más en la ciencia y la observación directa de los astros que en las leyendas fantásticas de los Vedas. Destaca el Samrat Yantra, un enorme meridiano de unos 30 metros de altura, que proyecta su sombra sobre un cuadrante de piedra graduado en horas y minutos. Tuve que conformarme con verlo desde fuera. El calor húmedo y pegajoso impedía pensar y desanimó al resto de la expedición.

Por fin llegamos al emblema de Jaipur: la fachada del Templo de los Vientos, un gigantesco velo para las mujeres de la corte, desde el que ver sin ser vistas. Tras la fachada, rosa y con 953 ventanas y miradores cubiertos de finas celosías, sólo se encuentra el vacío. Era el único escaparate para que las secuestradas mujeres del maharajá pudieran contemplar el mundo exterior, los desfiles, sin que el mundo exterior las viera a ellas. Hoy el desfile, en cambio, es un incesante paso de bicicletas, taxis, carretas tiradas por pausados camellos, y de hombres y mujeres a la ‘caza’ de un turista.

Nos despedimos del conductor para poder disfrutar de la ciudad a nuestro ritmo y atender exclusivamente nuestros deseos. Caminamos hacia su entrada, después de recrearnos durante segundos en la fachada rosa de cinco plantas que se estrechan hacia lo alto en varios órdenes. Queríamos contemplar de cerca qué sensación podían tener esas mujeres obligadas a permanecer ocultas. Las explicaciones de Yogui, en un casi perfecto castellano, nos permitió hacernos una idea de cómo se sentían, mientras subíamos y bajábamos por los escalones y rampas del pequeño palacio.

Ya en la calle nos sumergimos en el bullicio de sus bazares, poblados de mercaderes y charlatanes embaucadores deseosos de que un turista fuera a parar a su minúsculo negocio. A cada paso, un nuevo comerciante ofreciendo phasminas, sedas, joyas, panhavis o cualquier otro objeto decorativo. Recorrer los continuos bazares de Jaipur constituye una experiencia inolvidable, aunque no se compre nada. Son divertidos, coloridos y alegremente caóticos. Comprobamos una vez más que los indios se dirigen exclusivamente a los hombres y son a ellos a quienes les hacen caso. Pedro volvió a ser nuestro maharajá y el que nos ‘espantaba’ a vendedores demasiado insistentes.

Decidimos comer, por indicación de un chaval indio, en un restaurante. Le invitamos a que nos acompañara durante la comida porque, como él aseguró, quería aprender castellano. Tras una distendida comida acompañamos al niño hasta su casa, donde su padre pulía piedras preciosas. Una minúscula habitación en la que viven y duermen tres personas y una más minúscula cocina componía la vivienda. Jade, malaquita, zafiro… un sin fin de piedras reconvertidas en pendientes, pulseras y collares de diseños lamentablemente anticuados. Con un trocito de malaquita en la mano, descendimos por las escaleras mugrientas y húmedas del portal de una casa que reclamaba a gritos una remodelación urgente.

Mariví y yo decidimos disfrutar de la calle y dejarnos seducir por el olor de las flores y del sándalo, por las sonrisas de los indios, por sus miradas, por su imposible idioma, pero también por el tumulto, el ruido, la contaminación, la confusión del tráfico, de los incontables negocios de todo tipo, de los incansables conductores de rickshaws (taxis bicis) o de tu-tus (taxis motos), dispuestos a esperar durante horas a un turista por un puñado de rupias. El resto optó por irse al hotel a descansar.

Atraídas por una camisa preciosa, entramos en una tienda, nos sentamos en el suelo y esperamos a que nos enseñara, a su ritmo, lo que le habíamos pedido. No había forma de que dejara de sacar más género, a pesar de que le habíamos dejado claro que tan sólo queríamos una camisa. Al final, hice la primera compra en la India. El precio es para nuestros bolsillos tan barato que resulta toda una tentación. Unos pasos más adelante, sin casi darnos cuenta, nos volvimos a ver en una nueva tienda. Pero en esta ocasión sólo conversamos con un grupo de chicos que parecían estar encantados con nuestra presencia.
Y de nuevo la pena de que el tiempo pase tan deprisa y que la noche nos sorprenda tan pronto. Ya eran las ocho de la tarde y había que ir pensando en cenar. Queríamos ir en rickshaw (taxi bicicleta) al hotel, pero nadie parecía conocer el lugar exacto donde se encontraba el Shahpura House. Un hombre de apariencia muy mayor y de cuerpo demasiado enjuto para soportar el peso de un viajero se ofreció a llevarnos. Y a pesar de no estar seguro de dónde se hallaba el hotel se comprometió, ante nosotras y ante un hombre que le recriminaba algo en hindi que no entendimos, a que si no lo descubría no nos cobraba la carrera. Mariví subió al ‘carricoche’ del hombre mayor. Yo lo hice en el de un hombre más joven. Entre vacas que se cruzaban en medio de la calzada, taxis que pitaban para sortear ‘obstáculos’ y motos con hasta cinco personas –el conductor y su mujer y entre ambos cuatro niños pequeños- que adelantaban por cualquier lugar, el rickshaw avanzaba lentamente con el esfuerzo de cada una de sus pedaladas. Incomprensible, ¿cómo son capaces los taxistas de pitar a un hombre que arrastra un rickshaw o, peor aún, una carretilla cargada de maderas que a duras penas se mueve? Nadie parece inmutarse. Nadie pierde los nervios ante tanto pitido. De nuevo, incomprensible.
Los dos conductores, entre risas y comparaciones con Induráin, iban buscando el lugar exacto del hotel, con bastante poco éxito. Durante media hora recorrieron calles y más calles en su búsqueda hasta que, al final, lo lograron. Menos mal, porque mi viaje había pasado de convertirse en una aventura novedosa a una pequeña pesadilla. Me sentía muy incómoda por el esfuerzo que le causaba al conductor pasar por esas calles sin asfaltar y con socavones constantes, intentando no chocar contra ninguno de los obstáculos móviles que se abalanzaban hacia nosotros. Lástima que su inglés no sea muy bueno y que el nuestro tampoco lo sea. La difícil comunicación me impidió en demasiadas ocasiones conocer sus sentimientos, sus esperanzas de vida, de futuro. Este fue uno de los primeros momentos en los que lamenté, y mucho, que el idioma nos separara aún más.

Ya en el hotel, y tras enviar unos rápidos e-mail y un más rápido baño en la piscina, disfrutamos de la cena en el jardín y de una mínima conversación con el recepcionista. La luz de la luna me sirvió de compañera durante las dos horas que estuve escribiendo para plasmar todas las emociones que hasta el momento había sentido. Pero eran las dos de la mañana y había que dormir.