Vayamundos

lunes, octubre 16, 2006

La Perla del Taj Mahal

22 de septiembre 2005
Las 9.30 era la hora pactada para salir hacia el Taj Mahal y los cinco estábamos impacientes por atravesar los muros que circundan esa perla blanca. Había que comprobar con nuestros propios ojos por qué es el edificio más famoso de la India y, sobre todo, por qué ese mausoleo inmortaliza para el mundo entero la imagen del amor eterno. Un cuidado y ajardinado camino precede a la puerta del recinto. Tras abonar la entrada (tan sólo 14 euros), las mujeres acceden por una puerta; los hombres por la otra. ¿La razón? Es requisito imprescindible pasar un estricto control de seguridad y dejar allí cualquier objeto, encendedores y bolígrafos incluidos, que pueda poner en peligro la seguridad del emblema de la India.
Como nosotros, muchos eran los turistas indios que se agolpaban para acceder por la puerta principal del recinto, mientras fotógrafos profesionales ofrecían sus servicios. Al acercarse a esa puerta, uno teme que le decepcione la vista, pero no ocurre así. Cuando se traspasa el umbral de los jardines, y se descubre el equilibrio perfecto entre su grandiosidad y su elegancia, las dudas se disipan. Todo se traduce en simetría y eso impresiona, a pesar de que sus dimensiones no son espectaculares.

El jardín que precede a la tumba mide unos 300 metros de anchura y está dominado por un gran estanque central, donde recrearse en el entretenido ejercicio de fotografiar lo que ya miles de turistas han hecho a lo largo de la historia de un edificio construido entre 1632 y 1642. Dudo de que Sha Jahan, cuando lo mandó construir para su esposa favorita Mumtaz Mahal, pensara que su obra iba a ser inmortalizada en tantas ocasiones en papel fotográfico. Y más aún cuando su traicionero hijo le confinó a una cárcel cercana, obligándole a que viera los trabajos de construcción desde una ventana.

Toda esta mezquita funeraria está construida en mármol blanco, por ser el material noble por excelencia, y sobre él resbala la luz. Por eso contemplar este edificio en distintas horas del día es como volver a descubrirlo. Ver sus distintos reflejos, sus distintos matices. Cada hora proporciona una luz. Después de descalzarnos accedimos al interior, donde se encuentran los cenotafios bajo una bóveda de 24 metros de altura. La tumba propiamente dicha está decorada profusamente con inscripciones coránicas, arabescos florales y motivos geométricos conseguidos a base de piedras semipreciosas que un hombre nos iluminó con una pequeña linterna. Lo mismo ocurre con las paredes que abrazan las dos tumbas. Amor, soledad. Cualquier sentimiento te puede inspirar este monumento.

El Tal Mahal se alza sobre un podio cuadrado con un minarete en cada esquina, de espaldas al río Yamura. En uno de sus laterales se alza una mezquita. En el otro lado, el jawab, un edificio sin otra función que la de equilibrar la composición. No las conté, pero creo que estuvimos más de tres horas contemplando esta joya arquitectónica y compartiendo un día con los turistas indios.

Pero la realidad de la India volvió a hacerse patente. A la salida, un grupo de niños nos persiguió con la esperanza de una limosna. En especial lo hizo un niño, de escasos diez años, con la cara totalmente desfigurada y cuya mirada provocaba un cierto rechazo a la vista. Más niños, más vendedores, más conductores de rickshaws, más guías turísticos… más India.

De allí al Fuerte de Agra, el ejemplo mejor preservado entre todas las murallas construidas por los emperadores mongoles. Una dinastía tan odiada por su carácter guerrillero como admirada por sus talentos arquitectónicos. En la misma puerta nos encontramos con la pareja de Valladolid que habíamos conocido en Jaipur y con ellos visitamos el Fuerte, o lo que queda de él. Vimos de cerca esos característicos andamios de palos y cuerdas que ayudan a reformar un edificio en ese país, mientras dejaban ver al fondo la majestuosa imagen del Tal Mahal. Me perdí del grupo y aproveché para contemplar de cerca las ‘monerías’ de los monos subiendo y bajando con gran agilidad por las almenas del fuerte, pero también las miradas penetrantes y las sonrisas amplias y limpias de los indios. Y por qué no a los vendedores de postales que extienden todo el cartulario sin que les preguntes, o te ofrecen cualquier tipo de objeto de decoración.

Reunidos los cinco, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad y descubrimos ya de día su estado. Calles sin asfaltar, callejones inmundos, vacas esqueléticas, búfalos, perros pulgosos, charcos… Pese a ser el lugar más visitado de la India, lo cierto es que Agra sólo tiene eso, el Tal Mahal. Para nuestro recuerdo nos llevamos la imagen de aquella niña de la calle a la que Pedro compró un helado y no sabía qué hacer con él. Sólo su madre fue capaz de enseñarle cómo comerlo. Antes de arrancar el todoterreno vimos como recogía del suelo el helado derramado y volvía a colocarlo en el cucurucho.

Recogimos las mochilas del hotel y nos dirigimos a la estación de trenes. Eran las cinco de la tarde y el tren hacia Varanasi (Benarés) no salía hasta las 20.15, sin embargo la estación distaba 40 kilómetros. Ibamos a vivir nuestra primera experiencia con los trenes y, sobre todo, con sus estaciones. El conductor que nos había trasladado todos estos días nos despidió en el mismo andén y nos dejó ‘en manos’ de dos chicos que no hablaban inglés para que nos informaran de por qué vía llegaría el tren. La estación era vieja, sucia, destartalada. Parecía que nunca, desde que los ingleses abandonaron el país, hubiera sufrido algún tipo de remodelación. En las dos horas de espera muchos fueron los trenes de pasajeros y mercancías que pasaron por delante de nuestros ojos. Y siempre la misma historia. Puestos callejeros de comida preparada en el acto que corrían de un andén a otro en busca de un hambriento viajero. Cuencos de barro, antes llenos de té y ahora, estrellados contra el suelo; mujeres con sus hijos en el regazo pidiendo un puñado de rupias; niños con sus gestos aprendidos solicitando una limosna, una bolsa de patatas o una botella de coca-cola; cualquier cosa para recordarte que pasan hambre. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo sobre esterillas que al caer la noche se convertirían en sus ‘colchones’. Desperdicios, y muchos, abandonados en cualquier lugar. Trenes abarrotados de indios de distintas castas, separados de forma distintiva por clases.

Ya en la estación tuvimos el primer ‘contacto’ con la muerte. Por el andén de enfrente pasaban cuatro hombres con una camilla, transportando el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario. No sería el último que viéramos y, mucho menos, en Varanasi.

Las horas pasaron sin darnos cuenta junto a los urinarios y bajo el ruido incesante de los pájaros y el zumbido de los mosquitos que se arremolinaban sobre nuestras cabezas. Los constantes apagones que sufrimos nos llevaron a extremar la atención sobre nuestras mochilas, aunque no era necesario. Se respiraba allí, como en cualquier otro rincón de la India, un impropio espíritu de seguridad en un país donde la pobreza se llama miseria. De eso se encarga la religión. Los hinduistas creen en la reencarnación y, por ello, intentan ser buenas personas para ascender de casta en su próxima vida.

La megafonía anunciaba la llegada de nuestro tren Poorva y los chicos que se habían quedado a nuestro cargo nos indicaron que el andén había cambiado y que venía con un sorprendente adelanto. Ya en el interior, y acomodadas nuestras mochilas bajo los asientos de las literas, convencimos al revisor para que nos cambiara de asiento y nos permitiera reunirnos en un mismo compartimento. Lo logramos. El tren iba medio vacío y era fácil acceder a nuestras peticiones. Ibamos en segunda clase y, pese a no corresponderse a la calidad de un tren europeo, no podíamos quejarnos. Bueno, si exceptuamos la ‘limpieza’ de las sábanas y mantas, el olor de los servicios y las pequeñas cucarachas que mantuvieron en vilo a Pedro, el tren estaba bastante aceptable.

Mi capacidad para dormir en cualquier sitio me permitió disfrutar de un sueño reparador. Por delante tenía ocho horas. Este descanso sólo se vio interrumpido por la inquietud que me había ocasionado el cambio de planes que yo misma propuse. Quería llegar cuanto antes a Calcuta y estaba dispuesta a renunciar a Katmandú. Deseaba poner nombre a todos esos rostros de gente que me estaban impresionando y con los que no podía hablar. La visita a monumentos se me estaba quedando demasiado corta y creía que era momento de ponerse manos a la obra y emprender el verdadero objetivo del viaje: ayudar en la medida de mis posibilidades. Mariví encajó bastante bien la modificación de nuestro itinerario.